Recuerdo nítidamente el primer día que decidí visitar las piscinas municipales de Madrid. Era un caluroso día de verano y, como muchos otros en la ciudad, estaba decidido a buscar una manera de refrescarme y escapar del asfixiante calor. Con una toalla bajo el brazo y ganas de disfrutar, me dirigí a la piscina cercana a mi casa, sin saber que aquel día sería el inicio de una nueva tradición para mí.


Al llegar, la energía del lugar me envolvió. Familias, amigos y niños reían y chapoteaban en el agua; era como una fiesta de verano en plena ciudad. Después de pagar mi entrada, encontré un lugar perfecto para instalarme, extendí mi toalla y, tras un breve momento de contemplación, decidí que era hora de zambullirme. La sensación del agua fresca al sumergirme fue como un breve alivio del calor sofocante.


Lo que comenzó con un simple chapuzón se transformó en una jornada inolvidable. Pasé la tarde nadando, sumergiéndome en juegos de agua y, sobre todo, disfrutando del ambiente festivo. Recuerdo haber intercambiado sonrisas y algunas palabras con otros bañistas. Fue así como conocí a un grupo de amigos que, como yo, buscaban escapar del calor y encontrar un rincón de diversión.


Cada semana, fui regresando a las piscinas. Con el tiempo, se convirtió en una especie de ritual estival. Desde las acrobacias de los niños en la alberca, hasta las conversaciones distendidas en las hamacas, cada visita traía consigo nuevas memorias y amistades. En esas tardes de sol y risas, aprendí a valorar esos momentos sencillos, a reírme de las pequeñas cosas y a disfrutar de la vida.


Hoy, mirando hacia atrás, me doy cuenta de que las piscinas municipales no solo fueron un lugar para refrescarme; se convirtieron en un espacio donde aprendí a disfrutar del verano, a conectar con la gente y a valorar la simple alegría de un día bajo el sol. Sin duda, esos días marcaron un verano que jamás olvidaré.